sábado, noviembre 03, 2007


¿Los dados eternos? Era previsible el propósito por el que Camila lo había citado en aquel Café; se cumplía el quinto aniversario de la muerte de María y, como cada año, ella le insistió para que asistiera a la misa que se oficiaría en su memoria. La respuesta fue la misma dentro de esa especie de Dejá vu que se repetía anualmente.
Por el camino de regreso a su casa, no pudo evitar el encuentro con todas aquellas imágenes que su memoria conservaría por siempre en esta vida, de esa tarde premonitoriamente opacada y con el tiempo andando de rodillas como en una suerte de sacrificio en mes morado; acechado por aquellos inescrutables sentimientos, transpuso el umbral de su casa vacía.
Luego de la desaparición terrenal de María, Sebastián se había deshecho de todo objeto y mobiliario, sólo conservó el escritorio y la silla que ella utilizaba, el resto de los ambientes reflejaban su ausencia; incluso le había entregado a Camila los libros que siempre releía con absoluta exaltación, y que cada noche insistía en citarle algún pasaje de las obras que más la conmovían, autores Rusos y especialmente párrafos de Rayuela que podía repetir de memoria a pesar de la pertinaz indiferencia mostrada por él para con ese tipo de literatura, lo cual provocaba en ella un tierno mohín de reprobación como respuesta.
Sentado frente al escritorio marcado con círculos superpuestos de invisibles tazas de café, tomó aquel libro sobre Vallejo que ella le regalara y leyó los primeros versos de aquel poema, mientras el eco de sus palabras trepaban desde los zócalos hasta aquella ventana nunca alcanzada, donde cada tarde un rayo de luz lo iluminaba.

“Dios mío, estoy llorando el ser que vivo;

me pesa haber tomádote tu pan;

pero este pobre barro pensativo

no es costra fermentada en tu costado:

tu no tienes Marías que se van!”

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