lunes, diciembre 10, 2007


Cuando cruzaba confiado por una de las esquinas cercanas a su casa, un señor, al parecer cebado en oportunidades de educación vial y civismo, pensaba Sebastián producto de algún tradicional prejuicio debido a que ocupaba, no digo conducía, por cuanto aquel verbo supone el control de la máquina por un ser superior a ella, ocupaba decía, una de esas modernas y amenazantes naves más concebidas para un ambiente rural que traspasó, sin detenerse, uno de esos novísimos montículos colocados por unos alcaldes y retirados por otros que, además, son precedidos de una inmensa señal de PARE; sin embargo, Sebastián, siempre intentando hacer prevalecer el respeto de su condición de peatón, siguió adelante para conquistar la otra acera, debido a lo cual tuvo que sufrir, no sólo ese frío estremecimiento del que está cercano a ser atropellado sino, de yapa, un insulto muy acorde con el uso natural de aquella camioneta, mientras, raudo, el conciudadano desaparecía impulsado por la inercia de su tanática psiquis, hacia algún Café en donde, entre sus pares, comentaría bajo la óptica de su esquizofrenia, aquella columna aparecida en un importante Diario en el que un periodista se cuestiona sobre el porqué no nos importa la ley como debería importarnos; y bueno, como es lógico preguntarse en primera instancia ante aquel planteamiento, se sostuvo Sebastián de uno de aquellos extremos sobre el que su espíritu oscilaba: perseverar hacia una esperanza de ciudadanía o, renunciando, huir desnudo hacia una de aquellas Reservas Naturales fundando en su existencia el mito del buen salvaje. Como en toda circunstancia en la que Sebastián se sentía aislado de referentes, recurrió a la Paidea de W. Jaeger, donde expresa que la Ley, este señor invisible no sólo somete a los transgresores del derecho e impide la usurpación de los más fuertes, sino que introduce sus normas en todas las esferas de la vida, antes reservadas al arbitrio individual; traza, dice, límites y caminos, incluso en los asuntos más íntimos de la vida privada y de la conducta moral de sus ciudadanos y, agrega citando a Platón, con razón, que cada forma de estado lleva consigo la formación de un tipo de hombre.
En consecuencia, una aspiración hacia una aceptación íntima del cumplimiento de la ley, pasa por un Estado formador de los individuos y de unos individuos dispuestos a transformarse en ciudadanos. El punto de partida para la comprensión profunda del problema del estado, para Platón, pasaba por el ajuste de cuentas sobre la concepción naturalista de la justicia como equivalente a la ventaja del más fuerte, más allá de que, si bien todos los gobiernos y en todos los tiempos se reconoce el principio de que el interés colectivo debe prevalecer sobre el interés propio, lo cierto es que todos los que ejercen el poder interpretan este principio a su modo y, en tal virtud, toda pugna de los hombres por llegar a un ideal superior del derecho se convertirá en una ilusión y, el orden del estado que pretende realizarlo, en un simple telón detrás del cual seguirá desarrollándose la lucha implacable de los intereses.
Los Estados, apunta Jeager, ponen a la vista en las diversas constituciones y leyes vigentes, como sus modelos, pero tampoco éstas son, como Platón dice en el Político, más que meras imitaciones de la verdad. Por tanto, quien no sepa otra cosa que imitarlas será un simple imitador de imitaciones. De este modo, los caprichos de la masa se convierten en suprema pauta de la conducta política y el espíritu de esta adaptación va infiltrándose poco a poco en todas las manifestaciones de la vida. Este sistema de adaptación excluye la posibilidad de una verdadera educación del hombre orientada con arreglo a la pauta de valores permanentes, concluye.
Sí, como se ha publicado recientemente, nos hemos colocado en tercer lugar en Latinoamérica sobre corrupción y, contrariamente, seguimos en los últimos puestos en materia de educación, ¿Qué resultado se puede obtener en el mediano plazo sobre esta fórmula siniestra? Sebastián-meditó-mejor apuntar hacia el mito del buen salvaje y, despojándome de toda vestidura, vagar entre los bosques donde esperaba no ser aplastado por algún buldózer abriendo trocha para extraer más combustible para señores como aquel que casi lo atropella.

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