jueves, octubre 05, 2006



Compró algunas flores para llevarle a Tesia, en el lugar donde se encontraba muchas veces con “el artista”, así le llamaba la florista a un conocido pintor medio alucinado, con el que Sebastián se juntaba algunas noches de insomnio para lanzar algunos porritos y escuchar sus teorías creativas en un lenguaje indescifrable, pero que lo ayudaban a conciliar el sueño por lo denso de la conversación; se tenían mucho aprecio: “hermano de sangre” le llamaba, porque ambos fueron marcados por el estigma de la violencia a temprana edad.

Almorzaría con Tesia en la Tratoria de Hugo, ese optimista incurable era el tercero necesario para romper la tensión de la despedida, nos hacia llorar con su histrionismo dialogante y sus definiciones exageradas con las que había catalogado a los comensales que naufragaban en aquella isla del placer, de la mas auténtica comida italiana y con los cuales era muy poco cortes cuando olía en algunos cierto tufillo a “estúpida soberbia mercantilista” que estos tiempos habían parido, y que llenaban las calles con sus 4x4 y a los que denominaba “chacareros urbanos”, por su comportamiento prepotente en el tránsito; la cultura de los emergentes, amigo Sebastián-le decía poniéndole una mano sobre el hombro y elevando la mirada al cielo-es aun mas insípida que la comida inglesa, porque ni siquiera tiene tradición.
Desde allí aprovecharía para que Tesia lo deje en el Terrapuerto.

El Norte, siempre el Norte exigiéndole orgánicamente su presencia desde que por primera vez, en la adolescencia, piso la arena de una de sus playas con su tabla bajo el brazo en compañía de “El Chino”, un flaco parlanchín y de piernas locas que no dejaba de mover ni un segundo, e hijo de una familia de terratenientes piuranos arruinados en la época nefasta en que aparecieron como Atilas, militares aventureros que saquearon los destinos de muchos de nuestros países en Latinoamérica, en nombre de una “dignidad nacional” que empobreció aun mas a los mas pobres, y atrasó a la nación peruana cincuenta años.

Cada verano, durante el primer mes de las vacaciones escolares, ahorrábamos lo más que se podía para luego partir, primero hacia Puerto Malabrigo y luego a Máncora, cuando el lugar era poco conocido como destino turístico, y tan solo aparecía en las cartas náuticas como una caleta tranquila de pescadores; tranquila hasta que llegábamos los “limeños” y los “brachicos”, surferos de exuberante felicidad acompañados de sus bellas y libérrimas garotinhas, como la rebelde Aline, con la cual se escapaba Sebastián en las noches a la ciudad de Trujillo, para colarse en los Matrimonios y comer y beber hasta terminar echados a la calle debido al lamentable estado de intoxicación en el que desembocaban; luego llegábamos en la madrugada al Puerto para despedirnos con la salida del sol.

Aunque pese a toda la batahola que armábamos por las noches para descargar nuestro cerebro de la adrenalina del día, pusimos nuestro granito de arena para que algunos de los pobladores emprendedores surjan, como el caso del famoso “Hombre de Malabrigo”, un buen amigo pescador que siempre nos acogía en su casa frente al point, y nos daba de comer cuando los bolsillos ya estaban tan vacíos como nuestros estómagos, o hartos del plátano con chancay, y que mas adelante construyo su hotel, gracias a la masificación que operó en aquel deporte.

Ecos del pasado que fluían en la memoria de Sebastián, mientras miraba por la ventana del Bus, la sombra de la carretera cortando zigzagueante el desierto iluminado por la Luna de la Cosecha. La imagen de Tesia se le desdibujaba bajo aquel extraño brillo que arrebataba el color de sus pensamientos y todo lo convertía en un gris de ausencia, de partida sin retorno. En Lima sus asuntos no habían ido del todo bien, siempre con las cartas abiertas sobre la mesa, esta sociedad esquizofrénica le estaba jugando mal, con los naipes marcados. Tenía, entonces, que adoptar serias decisiones en adelante en las que Tesia, estaba seguro, no se adaptaría a sus planes futuros.

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