viernes, octubre 26, 2007


Desde los albores de su adolescencia temprana, Sebastián estaba alejado de cualquier consideración metafísica de la vida, aún cuando siempre había encontrado cierta mística dentro de las manifestaciones de la naturaleza y el universo, era consciente que ese sentirse arrojado del paraíso y aquella desaparición en su interior del Dios de los hombres, coincidía como acto fundacional, con aquella temprana experiencia de la muerte repentina de su padre; muerto él, Dios-Padre, se refugió en las explicaciones que, solo la reflexión dentro de la razón podían sostenerlo. Sin embargo, una serie de situaciones por las que atravesaba últimamente y relacionadas con sus recientes lecturas, lo llevaron nuevamente y siempre bajo la estricta supervision de su intima estructura lógica y racional, hacia la percepción de ciertas sincronías que se armonizaban con lo cotidiano, en manifestaciones más allá de las explicaciones conceptuales y que, poco tiempo atrás lo llevaron a un viaje inusitado a la selva donde retomó el sendero de lo espiritual, en una especie de periplo desde la razón; pero lo que había activado en ese preciso día tales consideraciones, fué aquel encuentro reiterado con uno de aquellos personajes que se vuelven como fantasmas en medio de la ciudad; un hombre enajenado que recorría inversamente su diario trayecto, cuya cabeza estaba coronada con un cabello greñoso a modo de dreads, y con el rostro invadido por aquella pátina que la extrema exposición a la intemperie imprime en aquellos seres deshabitados por la razón; cuando coincidieron sus caminos, se detuvo y le entregó una empanada que había comprado, sin desearlo, en una pastelería cercana; su ojos se iluminaron bellamente como un día soleado y, mientras comía, le habló inconexamente sobre la Luna y las estrellas, para luego alejarse entre la multitud que lo evitaba por el temor de reconocerse en su mirada.

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