miércoles, octubre 31, 2007


Su amada María era un Tornado, podía convertir un lugar perfectamente ordenado, en el epicentro de la peor zona de desastre imaginada, sólo con el propósito de ubicar el encendedor para consumir el único cigarillo del día; y no era que él no tuviera la previsión de comprarle una docena para evitar la conmoción anticipada, sino que esa buena mujer conservaba la costumbre de esconderlos en los lugares más insólitos, en un acto involuntario imposible de entender bajo cualquier esfuerzo psicoanalítico; sin embargo, como él conocía por intuición como se componía la estructura de su nigromancia, siempre se las arreglaba para deshacer los encantamientos y hacer aparecer los objetos ya sea en la refrigeradora, debajo de un cojín o en el espacio más recóndito del jardín, ante lo cual, recibía siempre aquella mirada de asombro como sí se hubiera tratado de un hecho parasicológico;cuando cariñosamente le ofrecía calentarle la comida, lo invadía el pánico, pues lo que usualmente consistiría en retirar el alimento de sus contenedores y someterlo a las ondas invisibles de aquel útil aunque pozoñoso artefacto, se traducía en el caos propio de una cocina de Hotel para dos mil personas en la hora punta de servicio.En su centro laboral, su presencia estaba vetada en ciertos lugares, pues a su paso desaparecían lapiceros todos, caían en mil pedasos los recuerdos más amorosamente conservados por sus compañeros de oficina o, al intentar ayudar en algún problema simple de procesamiento de textos, generaba tal embrollo informático, que ni el mas versado Hacker podía luego resolver la masiva convulsión de las Redes. Cada vez que presionaba un interruptor, la lámpara se fundía; era, en resumen, el principio de incertidumbre, la teoría del caos y el primer segundo del Big Bang reunidos en una misma persona; pero cuando dormía, su rostro era de una apacible dulzura que provocaba anegarla de besos, pero claro, siempre tuvo el cuidado de no intentar tamaña imprudencia.
Se habían conocido en aquella Escuela de chocolate, ella iba y venía conducida por un moreno chofer, cuya colosal estructura corporal parecía extraída de alguna Lámpara Maravillosa y el cual imponía un silencioso límite entre María y cualquier otro que pretendiera algún alcance hacia su Princesita, como cariñosamente la llamaba con su bronca voz;llegaba pulcramente almidonada con sus largos cabellos dorados, mientras Sebastián la esperaba a una cautelosa distancia, arrobado con su alada aparición.
En algunas tardes, cuando se quedaban para el ensayo musical, era la única oportunidad para tenerla más cerca y poder dirigirle la palabra, lo cual sucedía sólo cuando con gran esfuerzo mental, lograba que sus cuerdas vocales se liberaran de las ataduras de aquel sortilegio del que, creía él, no era culpable su imprescriptible timidez, sino las artes ocultas de aquel benemérito conductor; eran momentos de un etérico estado espiritual, al lado del barbado anciano como único testigo de aquellos instantes, dirigiendo las escalas musicales por las que peregrinaba su éxtasis.
A la hora puntualmente cumplida, la recogían y el tiempo volvía a tomar sus toscos matices mundanos y, mientras caminaba absorto de regreso a su casa por la alameda Pardo, en algunas ocasiones, ella le regalaba una sonrisa tras el cristal inmaculado del auto que desaparecía hacia donde el Sol moría.

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