jueves, noviembre 22, 2007


Ahora las sombras sólo constituían un tránsito hacia la luz, mientras el viento y la marea transformaban aquel rictus urbano en una orilla apacible de atardeceres siempre distintos en cada mirada; Camila yacía exultante sobre la superficie aterciopelada de aquella playa, en esa hora deshabitada, capitulando frente a una sensualidad domesticada desde alguna atávica fractura con su erotismo, y es que la crónica romántica de su vida, la había mantenido tenazmente oculta bajo una muralla puritana en inexpugnable asedio, ante la cual, ni la propia María, su más íntima amiga, tuvo acceso; de ello daba cuenta la rigidez y monocromía de su usual indumentaria que, al paso de los días, se fue mimetizando con los tintes que el cielo alojaba. Sin embargo, pese a compartir la misma cama y la inevitable tensión sexual surgida entre los dos, no hubo cópula, pues habría sido impensable que transigiera a esa especie de ménage á trois que, el recuerdo de María, provocaría en ella.
Se levantó con sigilo para no despertar a Camila, pero aun así, ella le dijo algo que Sebastián no pudo entender porque él ya no estaba allí.
Caminó con el rumor de las olas empujando el arrecife, dejando tras de si las primeras señales de esa mañana sobre la húmeda orilla, para luego, descansar sobre una peña que la baja marea dejaba a esa hora desnuda. Sólo aquel lucero en el alba iluminaba la profundidad de aquel cielo negro y azulado, mientras esperaba con cierta impaciencia los nacientes rayos solares a la caza del destello tercamente buscado y hace tiempo huido de sus retinas; después de una larga pausa, retornó sobre sus pasos con la desilusión a cuestas. En el trayecto se cruzó con un pescador haciendo a la mar su barquilla; intercambiaron saludos, para luego ofrecerle acompañarlo en la faena por un módico precio, lo cual Sebastián aceptó sin reparos impulsado por el resultado de aquella infructuosa madrugada. La balsa flotaba sobre seis troncos producto de un árbol originario del Ecuador e impulsada por el viento atrapado en una rústica vela, provocando todo ello, una grata cercanía con el agua cuya transparencia revelaba los escollos que habitaban en su fondo. En medio del sosiego de aquella navegación, lo instruyó sobre la pesca y sus productos, así como sobre sus desvelos por los precios cada vez más reducidos que pagaban los grandes acopiadores; cuarenta años bajo el sol de aquella costa no habían satisfecho sus sueños, mientras veía como capitalinos y extranjeros colonizaban las arenas armados con la visión que, una formación mas oportuna y eficaz, les brindaba para expandir sus emprendimientos. La biografía, como cada vez que salía de Lima, era siempre la misma, con el acento sobre la desigualdad de oportunidades mantenida por el transcurso de una historia republicana que, cercana a sus doscientos años de existencia, había parido una prole cuyo cincuenta por ciento vivía en la pobreza. Pero él, pensaba Sebastián, que hacía rastreando luces y escenarios en medio del infierno escondido tras un espejismo; era un producto de aquella estirpe a medio cocinar escapando del ruido de la ¿ciudad? O más bien de la conciencia de su impostura evidenciada desde su estética. Sólo aquella mueca huraña que lo acompañaba premonitoriamente desde niño, y que María bautizara con limpia ironía como de “gato techero”, daba cuenta de su perpetua e inútil insatisfacción.
De regreso al hotel, Camila lo esperaba en la terraza para desayunar, algo preocupada por su tardío retorno; un ligero tono en su voz, revelaba la inminencia de la partida. Almorzarían con Sara y Julián, de quienes había logrado evadirse en esos días de total aislamiento; sin embargo, aquella invitación no pudo evitarla para no desairar a su entrañable pero bullicioso amigo, ahora menos que nunca, pues se encontraba algo susceptible por su alejamiento del negocio de la Discoteca que habían empezado juntos. Desde allí los recogerían para llevarlos al aeropuerto de Piura con destino a la Lima de siempre, ruidosa y sin estilo.
Habían decidido caminar por la playa los casi catorce kilómetros que los separaba de Punta Veleros, parte del cual lo harían a caballo para satisfacer el ofrecimiento de aquellos expansivos muchachos de indiscutible origen Tallan, quienes, desde su llegada, les habían insistido contratar sus servicios pese al confesado temor expresado por Camila hacia esos animales. Dentro del itinerario probaron el mar que cada orilla les brindaba, percibiendo sus diferentes temperaturas y oleajes; al final de su recorrido, coincidieron sus elecciones en cuanto a la temperatura, más no en cuanto al oleaje, pues la playa escogida era de tibias aguas pero con olas algo más grandes, perfectas para deslizarse sobre ellas.
Llegaron a su destino, aunque físicamente exhaustos, cargados con aquella aura luminosa que la brisa marina dibuja sobre los cuerpos y el espíritu de quienes se abandonan al rigor de la naturaleza sin prevenciones. En la playa donde residía, los esperaba Julián entre un muy bien montado campamento, con la parrilla exhalando provocativos aromas de mariscos y pescados asándose lentamente y, tendida sobre la arena, Sara, mostrando su bello contorno como si fuera una guitarra olvidada por algún viajero; sin embargo, al escuchar el estentóreo recibimiento que les prodigó Julián, se irguió súbitamente para alcanzarlos aun con la mirada ausente, como quien sigue atrapado en un sueño.

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