miércoles, noviembre 14, 2007


Después de visitar a su amigo Martín, a quien encontró con buen ánimo pese a su genética fobia por los espacios circundados, pensó en visitar a don Isaac en su asilo voluntario en un hogar para el cuidado de adultos mayores. Aquel veterano a quien conoció en el transcurso de aquella época en la que fue convocado como asesor en una Institución Pública, era una de las mentes más lúcidas consultadas para iluminar aquel trayecto sembrado de paradojas sobre los que, renqueando, avanza la administración del Estado. Aquel hombre, pese a sus noventa y dos años, sesenta de los cuales cedió de una u otra forma a numerosas instituciones, no poseía mayor patrimonio personal que el producto de su magra pensión y la renta de una austera vivienda que Sebastián le administraba sin ninguna retribución de por medio, pese a la insistencia de don Isaac por compensarlo; sin embargo, su jovialidad y entusiasmo por entender la época presente y estar siempre enterado de los avances de la ciencia y la tecnología, lo dejaban siempre desconcertado a Sebastián, pues no comprendía como alguien en tales circunstancias se las arreglaba para estar tan meticulosamente enterado sobre los avances científicos, tecnológicos y su impacto en el pensamiento filosófico y espiritual en la humanidad. Compartir algunas horas con él, siempre te dejaba en deuda por su beneficiosa comunicación, llena de calidez e interés por lo que uno hacía, donando sugerencias sutilmente encriptadas entre sus enriquecedoras experiencias, cuyos relatos se sucedían entre los mármoles que adornaban las tumbas y mausoleos del Presbítero Maestro, bajo cuya gótica atmósfera gustaba de conversar con el paréntesis de aquella frase que repetía con una sonrisa disimulada: amigo Sebastián, estos muertos dicen más y hablan menos que muchos de los que dirigen ahora el mundo.

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