sábado, noviembre 10, 2007


El día se arrebujaba entre las densas nubes que reflejaban en el mar inmóvil su gris itinerario; desde aquella terraza coronada de encendidas buganvillas, Sebastián escuchaba las notas fusionadas con la voz flamenca de Diego el Cigala, mientras Fabiola bregaba acomodando el inconsistente desorden de aquel piso, en contraste con su coordinada estampa. Reanimada por aquella actividad, se aligeró de ropas y le ofreció continuar bebiendo de aquel aguardiente, al tiempo que le extendía una caja muy bien tallada conteniendo pequeños Habanos con aroma a Vainilla. Era sorprendente la coincidencia musical de ambos, aún por la multiplicidad de géneros de los que eran cultores y sin embargo, ella era una fanática de Borges, del cual, pese a que Sebastián no había leído mucho de aquel autor, le resultó extraña la relación que ella le comentó entre el argentino y Emanuel Swedenborg, un científico convertido en místico profeta; pues si algo conocía de Borges, era su agnosticismo beligerante que, según ella, alguna vez habría declarado en cierta ocasión que: “los católicos creen en un mundo ultraterreno, pero he notado que no se interesan en él. Conmigo ocurre todo lo contrario; me interesa y no creo”. La conversación avanzaba como la noche entre sutiles matices, hasta que inevitablemente el silencio nació sin culpas. Luego de aquel amable encuentro, Sebastián encendió otro tabaco que colmó con su dulce perfume el estrecho espacio que había entre los dos, entonces le contó de como las mujeres en Madagascar debían entrar desnudas a los campos sembrados de vainilla para polinizar una por una las flores y, después de la faena, eran recibidas por sus hombres con sus cuerpos inundados por ese aroma; más tarde las luces se apagaron mientras, desde la habitación, se escuchaba al Cigala contando sus penas de amor.
Amanecía y al retornar a su casa, consideró aquel encuentro, inexplicable; Sebastián había conocido a Fabiola en la Universidad, cuando ella estaba enganchada con su buen amigo Emilio, un tipo muy simpático y extraordinario caricaturista a la vez, con el cual pergeñaban historias en el que los personajes eran sus propios compañeros y profesores; Sebastián corría con el guión y su amigo con las ocurrentes ilustraciones, de pronto soltaban irreprimibles carcajadas ante el desenlace insólito de aquellos escabrosos relatos, frente a la repulsa del plúmbeo catedrático y la mirada rosa que Fabiola le enviaba al artista. Más adelante en el tiempo, sólo había coincidido con ella algunas pocas veces en el ámbito profesional y en una que otra conferencia, pero sin mayor personal cercanía, hasta esa mañana.

No hay comentarios.: