lunes, noviembre 05, 2007


Había contratado a una mujer para que se hiciera cargo de las labores de la casa; se llamaba Rosario, era de pequeña estatura y de un ovalado rostro cercado con un negro cabello como el de una noche sin estrellas; sus ojos, amaestrados por la luz de las altas mesetas, brillaban con una intensidad que despejaban cualquier sombra. Si bien Sebastián necesitaba rodearse de un gran silencio para realizar su trabajo, requería con igual urgencia estar habitado por aquellos leves sonidos que le llegaban de los cotidianos quehaceres que imponían orden en su microcosmos, los cuales lo ayudaban a movilizar sus pensamientos. A la hora del almuerzo, él la escuchaba con atención relatarle pasajes de su vida, lo que por cierto era una constante entre otras tantas historias de gentes intentando sobrevivir emigrando en aquel país dramáticamente centralizado; pero, sin embargo, lo que le aligeraba el espíritu, era el hecho de no percibir en aquella mujer ningún rastro de amargura en su delicada tez capulí y, más bien, oír como su voz tintineaba como el fluir de las aguas de algún manantial.Después de aquella hora, regresaba a su Estudio para continuar con renovadas ansias con sus ocupaciones.
Más tarde y de improviso, aparecía calladamente frente a su puerta como un geniecillo de los bosques, para despedirse; entonces, luego sólo quedaban entre los ángulos de las escaleras, el rumor de sus pasos

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