viernes, noviembre 02, 2007


Sebastián conversaba apaciblemente con Camila en un Café cuyo nombre fue contradicho por un incidente de violencia: un muchacho extranjero que se recurseaba por la calles entregando aquellas nostálgicas oquedades que brotan de una Quena, ingresó a la terraza para solicitar la contribución por sus melodías y, luego de un altisonante intercambio verbal con uno de los Mozos, este lo golpeó impelido por su falta de argumentos para convencerlo de que se retire del lugar, en una muestra más de las formas como se asumen los conflictos sociales en esta tierra marcada históricamente por aquella tanática tiranía. Aquel hecho nos afectó, pues de una u otra manera, ambos habíamos experimentado, en el decurso de nuestras vidas, las dos formas en las que se expresa la agresión: la física y la moral. Sebastián evocó los dos escenarios en medio de los cuales había sido objeto de agresión; hasta ese momento no lograba editar de su memoria aquella mórbida escena en la que lo golpearon por primera vez: tenía cuatro años y estaba sentado en un rincón del comedor de la casa, frágil y tembloroso, observaba el desencajado rostro de su padre recriminándolo por su incapacidad para retener el abecedario; de pronto, cegado por la furia sacó el cinturón y se abalanzó sobre él cruzando su cuerpo con el pesado cuero que siseaba en cada turno como una víbora amenazante; una de aquellas ingobernables arremetidas le causó un corte sangrante sobre la ceja, lo cual devolvió la cordura a su equivocado progenitor. El otro lugar en donde enfrentó la violencia, fue en la escuela primaria, en la que no faltan aquellos seres que procesan su sentimiento de rechazo descargando sobre sus compañeros la ausencia de afecto en sus vidas. Luego que los Jesuitas lo desterraran de aquel primer centro de estudios, debido a que le propinó un puntapié a su abusivo Director por jalarle dolorosamente una oreja, su padre lo matriculó en una escuela cuyo novísimo método de enseñanza hacía que la considerasen bajo aquella curiosa denominación de “experimental”, como si los párvulos que la integrábamos fuésemos una especie de cobayas sobre los cuales recaerían procedimientos cuyos resultados posteriores no estuvieran garantizados, es decir, algo así como aquel singular letrerito que aparece en las playas de estacionamiento que reza: la administración no se responsabiliza por los daños o perdidas sufridas en este local. No era muy alentadora la decodificación de semejante mensaje; sin embargo, al parecer su padre ya lo consideraba sujeto de fórmulas más heterodoxas de las que ya se habían intentado para doblegar su incipiente rebeldía.
Estrenando uniforme y ensayado hasta el hartazgo el reglamentario saludo que se debía de ejecutar frente al Director, quien cada día recibiría marcial y puntualmente a sus conejillos de indias, empezó aquel nuevo capítulo en su azarosa vía al conocimiento de los hechos del hombre, bajo el imperio de aquellas fuerzas irracionales que modelarían su juventud.

1 comentario:

XIGGIX dijo...

Grafitti sobre una pared que pronto caerá.