martes, diciembre 04, 2007


Velada de sábado rodeado de amigos con intereses disímiles, irreconciliables en su manera de comprender el mundo a través del arte y la ciencia, pero, finalmente, humanamente fundidos en la contradicción que supone el arribar a cierta etapa de la vida, intentando conquistar sus circunstancias. Camila, a quien le costó convencerla para que lo acompañase aquella noche, aparecía en ese momento muy animada, reclinada sobre el balcón que oteaba hacia un mar oculto, conversando con un muchacho de origen italiano, demasiado alto y cejudo, quien en el momento que Sebastián salió en busca de un aire más liviano, lo miró con un gesto de macho dominante, el cual evitó mientras percibía los ojos de Camila intentado retroceder aquella escena. Al regresar al interior, la copa de vino que iba a servirse, motivó su encuentro con Ana; fotógrafa profesional, enseñaba los elementos técnicos de su arte en la universidad donde se graduó de comunicadora antes de la era digital; la cicatriz que ostentaba Sebastián sobre la mano izquierda, entre el dedo pulgar e índice, constituyó el feliz pretexto para continuar, con renovados ímpetus, aquel ritual convite de final de jornada al que hacía mucho tiempo no asistía. Ana era una mujer que sobrepasaba, a medias, los treinta años, de ojos café sobre un rostro pulidamente moreno y anguloso, abrazado de una cabellera atezada con mechones calculadamente desordenados; cuando hablaba, parecía un muchacho intentando controlar los cambios de su voz ligeramente marcada con un timbre de baja intensidad, estaba rodeada de maneras pausadas en su lenguaje corporal, el cual negaba aquel aire audaz que mostraba en el vestir y en la morfología de su pelo. El objeto temático de su lente, estaba motivado por la anatomía, fraccionada y reunida en mosaicos que completaban un prototipo humano surgido de alguna aleatoria mutación en la combinación de los electrónicos cromosomas de sus píxeles; fue por ello su frankeinsteniano interés en aquella cicatriz que llevaba Sebastián, una de las tantas que, como grafos cuneiformes, relataban la saga de su accidentada existencia. Se encontraba recibiendo algunos consejos en beneficio de su incipiente pasatiempo fotográfico, cuando se les acercó Ricardo, nuestro ya muy bebido anfitrión, quien al tiempo que ejercía sobre Ana algunos arrumacos en demasía comprimidos, esbozó unos comentarios aún más plebeyos que incomodaron la distendida charla en la que se encontraban; aquel buen hombre, Físico de profesión y desertado comunista reciente, había arribado a una holgura económica en virtud a una cuantiosa herencia, producto de la cual, mutó hacia una “decadente burguesía” coleccionando, obsesivamente, cuadros de reconocidos artistas, muebles de estilo, alfombras del tipo Ardebil y cuanta chuchería mostraba orgulloso al novel y aturdido visitante, quien se veía expuesto a las abundantes explicaciones sobre urdimbres, estilos, técnicas pictóricas y demás detalles que se ocultaban tras su ya olvidado discurso reivindicatorio, que más bien concordaban con esos lozanos y regordetes cachetes de alto funcionario público que había adquirido con la bonanza; gracias a su muy amable y coherente esposa, fuimos rescatados de aquel pegajoso amigo, no sin antes sufrir interminables abrazos alentados por el sopor de su incontinente consumo de malta escocesa. Era lo suficientemente tarde ya; en el camino, mientras convenía con Ana en acompañarla a su auto, intercambió con Camila aquella tácita anuencia cuando se despedían.
En la calle, la brisa húmeda y por instantes gratamente tibia, aclaró sus pensamientos. En ese momento –pensó-hubiera deseado abordar un tren, de esos que arriban con un ruido leve hacia una estación en la que poca gente lo aguarda.

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