domingo, enero 20, 2008


Caminaron entre la noche despierta, ocupada por el eco amortiguado de sus pasos sobre la vereda gomosa por el sudor de los Mezquites, de cuyas ramas brotaban sombras que se posaban fugaces sobre el rostro de Camila, haciéndola otra, distinta en cada instante bajo el follaje y recuperada luego en algún claro ganado por la luna; le parecía irreverente romper aquel leve silencio hablándole de lo que, en ese breve espacio recorrido, había surgido en su pensamiento como corolario de un largo ensueño; al llegar a la esquina de una calle aun más oscura y discreta, la cual deberían de haber cruzado para continuar el itinerario hacia la casa de su madre, Camila, dubitativa, lo tomó del brazo y lo guió al interior, evitando la avenida; se dejo llevar hasta el frente de un pequeño edificio en donde un adormilado vigilante la saludó con amplia familiaridad. Llegamos a mi escondite, le dijo mientras rebuscaba en su bolso un manojo de llaves nunca advertido por Sebastián. Tomaron el ascensor hasta el piso marcado solitariamente en el tablero; callados durante ese breve trayecto sólo ocupado por el sonido metálico del elevador impulsándose en el vacío y el tintinear de las llaves, una a una discriminadas por las nerviosas manos de su enigmática compañera.

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