domingo, marzo 23, 2008


Atravesando la senda curvada del Parque, acompañada por los viejos testigos que dirigían sus recias ramas hacia el campanario de la iglesia cercana, en donde recibió la primera comunión con el alma henchida de pecados que, pese al trabajo preparatorio, nunca confesaría, llegó a la intersección al lado de una mujer ataviada con un ligero vestido azul-turquesa; su piel translucida denotaba un reciente arribo desde el invierno de otras tierras; su andar sereno entre aquel polifónico trinar de aves de estación, le recordó aquel amor que llegó más allá de la frontera sur; fue un día, como cada viernes de diciembre, luego del primer recreo escalábamos en busca de libertad la pared lateral de la escuela que colindaba con un grifo, para ir tras las primeras olas; al llegar a la playa, antes de entrar al mar, tenía por costumbre avanzar por la páginas de algún libro; en aquella época había llegado a sus manos Palomita Blanca, de Enrique Lafourcade, el cual relataba la historia de un amor adolescente que contenía una cita premonitoria: realidad y fantasía son coincidentes. Incidentes y personajes son imaginarios. El amor es imaginado. Y, sin embargo, todo pasó o podría pasar…y más tarde, sucedió para Sebastián en aquel verano que empezaba sutilmente. Tendido sobre los tibios cantos rodados, unas voces que planeaban como gaviotas distrajeron su lectura; eran adolescentes impulsadas, como ellos, por aquel día luminoso imposible de continuar entre las paredes de cualquier aula; bajo las grises faldas que caían entre hilarantes comentarios, aparecían coloridos bikinis que destacaban sobre la blanca piel teñida por el invierno, mientras, desde la rompiente, llegaban los encendidos piropos lanzados al viento por sus amigos; Sebastián decidió alcanzarlos y, mientras enceraba su tabla en la orilla, los ojos de aquella casi niña demoró su labor; era más bella de lo que aun ahora podía recordar. Mas tarde, compartiendo todos juntos aquel producto que originaba una locuacidad absoluta, se conocerían; se llamaba Soledad y cualquier imagen nabokoniana resultaría imperfecta para describir aquella sensualidad que destilaba cada resquicio de su imagen incompatible con tan temprana edad. Después de aquel día, caminarían juntos un par de años, dos veranos aprendiendo el uno del otro bajo la hoguera incontrolada del deseo, sin reglas familiares imposibles de alcanzarnos en la distancia que imponían los caminos hacia otras playas, donde aun sus huellas permanecen y que, sin embargo, ahora tan solo significan una cierta ecuación en la formula aun incompleta de su existir.

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