jueves, abril 03, 2008


Habían llegado cuando la noche despertaba, mientras, algunas garitas con vigilantes, anunciaban el ingreso a un ambiente controlado que atizaba innecesariamente su resistencia a ese destino; luego de algunos trámites, convenció a Camila para dejar el equipaje alejado del orden temporal de las cosas; caminaron bajo el silencio impuesto por la marea y el viento, hasta una rocosa vertiente que impedía continuar por aquella costa solo intuida tras el brazo extendido que solidamente descansaba en el agua; una fría humedad llegaba a través de las olas que rompían languideciendo luego a sus pies y que disipaban, pausadamente, todo rastro atrapado desde la ciudad; más tarde, tendidos sobre la arena de una pequeña playa, hablaron poco porque en realidad querían callar cuando en el cielo la Luna menguaba en medio del eco prehistórico de algunas aves estrellándose sobre los altos farallones que formaban una herradura a su alrededor. En la oscuridad, que se hacia más intensa por el oxido marino de la piedra pudo divisar algunas cavernas que decidió visitar al día siguiente, dosificando su natural impulso. La noche avanzaba a través de esos mágicos instantes bajo las estrellas, pero ninguno de los dos evidenciaba su deseo de volver; a veces, al comunicarnos, corremos el riesgo de ser interpretados desde la reflexión que hacen de nosotros, casi siempre incompleta o difusa como las imágenes que nos proyectan aquellos espejos de feria; es necesario, en ciertos momentos, dejar de lado los recaudos que hace nuestra propia conciencia para entender lo esencial de la experiencia del otro; es una batalla abierta y siempre constante pero, al final, todo se resuelve en nuestro propio interior cuando nos damos cuenta, tarde o temprano, de que toda construcción espiritual contiene en su base aquella verdad esencial contenida en aquel termino Maya: Inlakech, yo soy tu; quizás, en ese amanecer, lo estábamos presintiendo.

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