viernes, marzo 27, 2009



En aquellos instantes previos al crepúsculo se sentía plenamente vivo, dueño de sus pensamientos y respirando en perfecta sincronía con el viento que arrastraba las hojas por la calle aún vacía; mientras, tras las persianas, nacía celeste pálida la mañana, y un breve silencio se adentraba en la inmovilidad de su cuerpo antes de que un primer trino anunciara la inminencia del día; después, ocurría ese tiempo nefasto del alma que lo envolvía en el vacío como en una especie de reminiscencia dolorosa del nacer; luego vendría el desafinado sonido de los coches y de las gentes que intervenían sobre aquel precario equilibrio empujados por los inciertos afanes que su cotidiana existencia demandaban y, entonces, al avanzar el día, sus acciones y las propias crearían una escena distinta al guión escrito en lo más íntimo de sus motivaciones pero, aun así, sus vidas felices o no tanto y siempre inaprensibles e incomunicables, seguirían la ruta de aquella sensata imposición que siempre consideraban como libre albedrío. Sin embargo, últimamente Camila había producido un traslape entre ese tiempo vitalmente individual y las necesidades impuestas por aquel nuevo ritmo que había tomado su erotismo. Esa mujer que lo había adoptado casi como a una mascota, no sólo lo seducía en medio de aquel ritual contemplativo, sino que, luego de ese segundo éxtasis, se encaramaba sobre su cuerpo y lo inducía a recordar los pormenores de cada una de las muchas cicatrices que en el curso de su accidentada vida se habían grabado sobre su piel; así, la yema tibia de sus dedos hubo de avanzar obsesivamente cada mañana descubriendo y exigiendo descifrar la mas leve huella de aquel palimpsesto en el que se había convertido, para Camila, su carne. Una mañana, cuando yacía como el hombre de vitruvio sobre el lino contaminado, su fatal destreza de anatomista recién adquirida hubo de toparse con aquella cicatriz que se escondía entre los pliegues superiores de uno de sus párpados y que constituía algo así como la piedra roseta para decodificar la clave entre su pasado y su presente, inventó mil y un historias sobre esa casi ausente huella de una herida que aún parecía recién abierta cuando la recordaba, pero resultaba inútil eludir con la imaginación la fuerza de aquel vestigio; se detuvieron sus dedos y acercose luego sobre aquel estigma intentando definirlo con la imagen de un tridente, y era así, tres puntas unidas que se orientaban hacia su izquierda eran el hito de un largo sendero de violencia instaurado a partir de ese evento incomprensible. Los dos callaron ante la debilidad discursiva de aquella falsa intriga, pues tampoco quedaban otros signos por descubrir sobre los que intentar alguna explicación para eludir esa otra que parecía ser la síntesis de una fórmula equivocada por la que discurría su historia personal.

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