miércoles, febrero 17, 2010


En el Parque Universitario La Casona de San Marcos luce desierta a un costado de la plazuela; el reloj marca una hora incierta; imágenes de otros tiempos se proyectan en la mirada ausente, ensimismada del viejo ¡A Huaacho, Huacho, Huáchoo! -Doctor hay dos lugares y partimos- Él se acomoda adelante, junto al chofer, yo, en el asiento de atrás, entre dos morenas de brazuelos sudorosos y en sayonaras; ruge el motor y luego partimos orbitando entre plazas rodeadas de estructuras aristocráticas, ahora conquistadas. Pasamayo al frente como una serpiente negra reptando entre el arenal y los acantilados; silencio ante la bruma siniestra que traduce el tiempo y el espacio a uno atemporal y finito; cruces en ambos lados del camino, símbolos que aun no expresan la verdadera entidad de la muerte, del perpetuo silencio e inmovilidad cobijado en un ecce homo cercano, concernido; ahora la molicie del amplio desierto y que el ronroneo de los ocho cilindros alimenta, hace anidar su cabeza en el hombro del chofer que lo acoge como una madre sustituta, mientras sonrío un poco avergonzado a su espalda cazando la mirada furtiva del conductor a través del retrovisor. Avanzamos por el empedrado de esa avenida arbolada y pacifica como una arcadia; nos detenemos, posa sus manos recias sobre el ucase inscrito en el frontis de la Notaria; son unas cuantas palabras que están escritas no en negro, como de luto, tampoco en rojo, como de sangre, sino en un celeste de bóveda catedralicia y con unos trazos tan débiles, que mas producen ternura por el temor reverencial que parece confesar el autor de ese acto, que otro sentimiento; son las ultimas acciones contra el candidato de consenso a Teniente Alcalde, luego vendrán las declaraciones en la prensa y en la radio local, intervenciones que solo pretenden otorgarle una fecha cierta a esos eventos, pues uno y otro bando se encuentran siempre en los mismos lugares y todos en ese pequeño puerto se conocen, lo reconocen y respetan. Entramos y el repiquetear de las Olivetti cesa al unísono; Yolanda, la madre de la niña por la que me “tembla la cabeza”, nos recibe, nerviosa y solícita, se evaden al Despacho; camino junto a las paredes altas coronadas por claraboyas misteriosas; aparece Marcos, colosal con su pantalón de dril blanco atado con una soguilla y blandiendo el larguísimo escobillón como si fuera la lanza de un andino quijote; me saluda con una sonrisa tímida y luego se pierde entre los largos y oscuros pasadizos; me veo frente a la puerta de acero de la bóveda incombustible, reto a mi fobia a la oscuridad, entonces entro; un vaho algo húmedo y seco a la vez me sofoca y se convierte en profundamente negra y silenciosa cuando cierro la puerta que solo se abre desde afuera, deberé esperar a que algún empleado necesite de un documento de los que allí dormitan para ser rescatado; me echo sobre una de las repisas de mármol dispuestas a cada lado, como si fuera el contenido equivocado de un Mausoleo; escucho pacientemente mis latidos, me calmo. Luego el almuerzo en la Picantería de pisos de tierra y enramada donde cuelgan espirales repletos de moscas gordísimas; la siesta, mientras yo intento descubrir nuevos espacios allá en el fondo, entre una montaña de sellos vencidos, y luego otra vez el bullicio de las teclas manchando Escrituras, de las voces de “todas las sangres” solicitantes llenando cada rincón de la casa-oficina; las horas se demoran, el tiempo se alarga; perpetro alguna visita a su Despacho siempre ocupado; me mira desde su sillón parado en el umbral, es indescifrable, lo alientan los clientes, me presenta, tomo confianza y me quedo; luego me aburro y salgo a la calle donde ya hay sombra, me trepo a los Ficus y husmeo a los pichones en sus nidos, piojosos y calatos, siempre boqueando con una mirada de horror que brota de sus dilatadas pupilas; espero el fin de la jornada; salen uno a uno los empleados, bien peinados y con sus camisas siempre blanquísimas y pulcras, parecen satisfechos; se recuesta, las sombras trepan por las paredes y el silencio se vuelve mas potente en medio de esa repentina ausencia; los muebles y las maquinas crujen, es como si se estiraran después de un arduo ejercicio; la noche es fresca, salimos; la plazuela tenuemente alumbrada, niños y niñas corren a su alrededor; se lustra los zapatos, pide el diario de la tarde, me compra una historieta de Superman, la rechazo, no me gustan los superhéroes, prefiero Fantómas; caminamos mientras cada transeúnte le ofrece respetuosamente un saludo que el responde callada y pausadamente; Hotel Pacifico, la mesa de siempre, una travesura que realiza con el plato de sopa que se demoran en retirar después de acabado, me sorprende gratamente, soy cómplice de un acto inimaginable desde la percepción de su pétrea seriedad; Heladería Venezia, café Express y yo helados de sabores irrecuperables; regreso, nuestros pasos rebotan entre los oscuros y grandes zaguanes, depósitos inmensos conteniendo avios para la pesca, cabos gruesos como boas disecadas brillan entre las sombras, me asalta un aroma a lúpulo poco antes de llegar a la casa-oficina; luz tenue, la pequeña radio Philips nos relata las ultimas noticias en medio de un sonido sideral producido por las ondas cortas, sintoniza con el disco iluminado, amaina; luego las abluciones, una cama junto a la otra, se niega a dejar la luz encendida, sonido de flejes hasta que el cansancio lo hace dormir; estoy despierto cazando sombras, sonidos casi imperceptibles llegan desde la profundidad de la casa, oído atento, imaginación desbordada al recuerdo de historias de brujos contadas por Marcos erizan mi piel; seguro estoy dormido, seguro despertaré con ese rayo de luz que se descuelga indiscreto sobre el ojo del viejo; otro día, seis días de cada verano en que se repetía esa experiencia a su lado, solos los dos, antes del retorno con toda la familia ¡ A Lima, Lima, Líimaaa ¡

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