miércoles, octubre 25, 2006


Aun cuando partimos muy temprano para volver a examinar la probable ubicación donde se levantaría “La Casa Noble”, el calor que hacía ya a esa hora de la mañana, era sofocante. Debieron hacer gran parte del recorrido a pie, pues su objetivo era encontrar el lugar con la vista más privilegiada y, sobre todo, poco compartida. Entre Soledad y Sebastián existía una discrepancia con relación al entorno geográfico donde debía ubicarse el local; según Soledad, tendría que estar ubicado en la misma playa, por cuanto quien arribaba a esta zona del país, lo hacía para gozar de un ambiente de esa naturaleza; Sebastián en cambio, insistía en la idea que luego de un día pleno de sol y mar, era necesario cierto alejamiento, sin que ello significara perder de vista el paisaje, por ello, aquel promontorio reunía el concepto,pues conservaba la vista panorámica de la extensa playa que se curvaba bellamente hasta el puerto, con sus embarcaciones partiendo y arribando. En cierta hora del día logramos divisar desde lo alto, un grupo numeroso de Delfines cruzando rítmicamente la ensenada; aquella escena pletórica de vida, fue quizás el preámbulo para que Soledad se adhiriera a su opinión; sin embargo, el corolario arribaría después de almorzar, en el crepúsculo.

A un costado del camino de tierra que rodeaba el promontorio, se alineaban un conjunto de picanterías en donde almorzaba la gente que laboraba en el Puerto, pequeños lugares muy coloridos y bulliciosos con piso de tierra y escuadras de moscas que zumbaban poderosas por lo bien alimentadas. Estábamos hambrientos y dispuestos a probar los codiciados cebiches de conchas negras que allí se alquimiaban. Una vez saciado el apetito y entrado en confianza con los comensales, indagamos sobre el propietario de los terrenos de aquel promontorio; al final, en el imaginario colectivo de esa gente de porte altivo y piel de tinte tallan, existía su propia versión; pero en lo que si coincidían, era en la persona que fungía de guardián de aquella zona, un viejo pescador jubilado conocido con el apelativo de “pota”, cuya barraca habíamos visto al llegar, y la cual se ubicaba en el preciso lugar donde Sebastián imaginó debía orientarse la construcción de “La Casa Noble”. El asunto era que este señor llegaba pasadas las siete de la noche, así que nos dispusimos a gozar de aquella playa de arenas color sillar, y un mar transparente como el azul de aquel cielo ocupado por un coro de gaviotas, donde la tibia brisa hacia escuchar aún mas lejanos sus graznidos que arrullaban nuestro espíritu aturdido por la voluptuosidad del paisaje.

En paz con la creación, iniciamos la marcha hacia la cúspide de la tierra prometida. Llegamos, nos recostamos sobre la pared oeste de la barraca del guardián, y en silencio esperamos su llegada mientras el sol agonizaba mezclándose entre el cielo y el mar, en una erupción de colores que agudizaban aun más nuestra sensibilidad extasiada por la experiencia hasta ese momento vivida. Al poco tiempo, cuando apenas la noche se presentía, apareció aquel hombre; su rostro, recién intuido por la tenue luz que alumbraba el interior de su monacal morada, expresaba una edad incalculable; aun cuando era de cuerpo enjuto, el tono de su voz denotaba una grandeza de carácter que solo la magnificencia de aquel cielo, paradigma del big ban, traducía. Desplegó unas hamacas afuera del recinto para que apreciáramos las estrellas fugaces que cruzaban la noche, y que aquel hombre maravilloso señalaba con el entusiasmo de un niño, cada vez, en el transcurso de la conversación; luego de servirnos una gaseosa que había traído consigo, pues en el puerto ya le habían informado de nuestra presencia, nos puso al tanto sobre los titulares de la propiedad de aquel lugar. Los propietarios eran una familia Suiza, pero que estaban representados en el país por un Abogado que se encargaba de sus asuntos y que residía en la ciudad de Piura, del cual también nos proporcionó su nombre y el teléfono de su Estudio.

Caminamos de regreso en medio de una oscuridad total, solo haciendo memoria fuimos sorteando los escollos de aquel difícil sendero que conducía desde el promontorio hasta el Puerto. Una vez allí, decidimos seguir caminando hasta el Pueblo bajo esa noche alucinante, en vez de tomar un auto de alquiler. Estábamos agotados pero con el ánimo sobreexcitado. Sentados en el auto que los conduciría de regreso a Colan, Soledad le dijo a Sebastián: ¡es el lugar perfecto!

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