viernes, diciembre 01, 2006



Hoy cuando la tarde liberaba algo de peso sobre su piel, decidió recorrer ciertas distancias hasta aquel bar lejano, allá en el puerto. Aun temprano, sin embargo aquel farol premeditaba iluminar futuras sombras que al salir quizás intentarían abordarlo, y quizás también, el cedería. Batió sus puertas que chirriaron en un amago de vuelo y, mientras las esquivaba entre el humo, cruzó miradas con demasiada gente que yacía, como tantos Viernes, entre el aserrín y el olor a lúpulo. Se acercó a la barra, donde tercamente sobrevolaban algunas moscas, y pidió una copa de Ron- ojala que no fuera bambeado como casi todo en estas tierras- se dijo infamemente- Que hacía allí-se preguntaba- cuando al otro lado de la ciudad, Soledad lo estaría esperando. Evocaba su piel de la que brotaban, como Geysers, invisibles vapores que lo encadenaban a su cuerpo, hasta convertirlo en un vasallo inerme. Tomó de un solo trago aquel líquido, y lo sintió sorprendentemente agradable, tanto, que no pudo dejar de mirar de soslayo al cantinero, el cual ya esperaba su aprobación desde el extremo de la barra mientras mecánicamente lustraba el vaso que le alcanzó lleno otra vez, y el cual volvió a tragar en un limpio movimiento de brazo. Hacía casi diez años que no fumaba, pero era inevitable ahora. Extrañamente, expendían en ese lugar, unos puros pequeños que en Portugal les denominaban Cigarrillas, y que alguna vez un cliente le obsequió. Pidió uno, pero evito preguntar por su procedencia para eludir una conversación que no deseaba. Se escuchaba con buena intensidad a Bebo y al Cigala interpretando Lágrimas negras que lo impelió a pedir otra ronda. Que coño intentaba hacer en esa tarde que ya se había convertido en noche púber, pero de torcidas intenciones que aceleraban su pulso bajo los tibios brazos del Ron. De pronto, atravesó el umbral tenuemente iluminado, una morena que lo retó desde la entrada con su andar ruidoso, y una mirada díscola por la que Sebastián no pudo dejar de sonreír. Aquel tercer vaso ya no lo había podido terminar de un solo tiro, lo estaba meciendo, midiendo en su densa textura y en el aroma a madera envejecida que se le había vuelto más patente, aun con el olor a tabaco que falseaba los primeros tufos que guardaba aquel lugar. Decidió volverse abyecto cuando aquella morena se acercó al cantinero a pedirle que le encendiera el cigarrillo, volvió a sonreír por aquella estrategia demasiado obvia; sin mediar palabra, Sebastián le acercó su vaso rozándole el brazo, ella lo miro intentando asegurar la interpretación de aquel gesto, cuando ya Sebastián ensayaba su cara de niño bueno, la cual siempre lograba disipar cualquier resistencia. Conversaron mientras el cantinero, de pronto mas animado, renovaba los vasos; el de ella, sin consultar, con vodka, lo cual confirmaba una antigua relación contractual.

El farol que se tambaleaba con el fuerte y frío viento del puerto a esa hora de la madrugada, proyectó su débil cono de luz sobre ellos; entonces recordó las sombras que había presagiado cuando recién llegó a ese lugar del que ahora escapaba sumido en una embriaguez peligrosa, y acompañado de una mujer perfectamente desconocida que rentaba su compañía para sabe que propósitos, aunque todos ellos seguro, marcados por necesidades apremiantes, lo cual definía mas aún, su envilecimiento. Un taxi estratégicamente ubicado consolidó el círculo de negocios que concluiría con el motel convenido; las calles opacas, húmedas por las que se deslizaban, lucían todavía sitiadas por grupos de hombres en las esquinas, de voces acaloradas y altaneras mezcladas con alguna sui generis risotada que lo alcanzaban como truenos en el torreón de su letargo. Que coño sigo haciendo aquí- seguía burlonamente preguntándose, como si de antemano hubiera aceptado el curso de aquel destino de tinte aciago por el que venía transitando. Pero por algo lo tildaban de loco sus amigos, y eso era significante viniendo de un grupo de gente cuya cordura no constituía su estructura distintiva. Movimientos inconexos, cartera que habría y cerraba, la auto-bautizada Yadira le dio de beber del pico de la botella, mientras Sebastián incursionaba entre sus muslos afiebrados, pegajosos, bajo la mirada perversa del chofer.

Una puerta levadiza apareció en la oscuridad, como una boca pantagruélica que los deglutió sin saborear la transpiración que sus propias intenciones iban destilando en aquella noche bizarra. La pintura verdosa y brillante del galpón; la luz mentirosa que los guiaba por una escalera cuyos obstáculos aquella mujer sorteaba sin dificultad, como un lebrel que hubiera oteado la madriguera de la liebre, arrinconada. Sebastián se desnudó el torso sin reservas, y cuando la morena entró al baño, se dirigió rápidamente hacia la entrada. Escuchó la voz amortiguada del taxista que los trajo, dándo las señas sobre él a un interlocutor, al parecer poco despierto, debido a las repeticiones que este tenía que hacerle para consumar la celada. Subió cuando la puerta del baño se abría y la tal Yadira mostraba un cuerpo masai tallado en ébano mate; traía unas panties palo rosa que cubrían sugestivamente un culo espectacular y, por lo alto, unos senos medianos y bien formados, erguidos aun por su edad biológica, con excepción de aquellos pezones negruscos y marchitos que denotaban el ejercicio de un amamantar excesivo y violento. Conversaron sobre la cama en esa especie de lenguaje absurdo, donde no existían significantes, tan solo gestos y falsificaciones de la realidad que enmascaraban sus propósitos. Tomamos una ducha caliente- susurro insinuante Sebastián- okay cariño- respondió fonéticamente la del nombre pirateado- cuando el agua repiqueteó sobre la mayólica, Sebastián ya se hubo vestido y calzado. Cuando estaba por salir, observó la cartera de marca bambeada; la abrió y tomo el celular que reverberaba al contacto con los demás objetos; un billete de veinte soles enrollado y grasiento, que Sebastián lo sustrajo sin poder evitar una mueca de asco por el aroma que expelía, y en un pequeño bolsillo del costado, descubrió una bolsita con un polvo blanco que cuando lo probó, definitivamente detectó que no era el tan cotizado clorhidrato peruano; entonces lo mezcló en la botella que dejo sobre el velador. Escuchó la voz melosa de la mujer que lo apuraba; Sebastián animoso le pidió cinco minutos para hacer una llamada, en el mismo instante en el que iniciaba el escape. Llegó a una avenida iluminada y desierta; en su rostro se dibujaba una sonrisa, como cuando vislumbramos el jaque mate en una partida, al imaginar a esos pendejos burlados desde la primera movida ejecutada por el cantinero encendiéndole el cigarrillo a la del nombre pirateado, a la del perfume bamba, a la de los polvitos verdaderos y sedantes. Detuvo un taxi, subió sin reservas, y en un semáforo colmado de niños polichinelas, acróbatas y malabaristas, todas las artes necesarias para sobrevivir en esta ciudad, dejo aquel billete grasiento que de seguro, también sería falso.
Al día siguiente, al regresar de la panadería, leyó en la portada de uno de aquellos pasquines truculentos que se exponen en los Kioscos de periódicos, como diario alimento subliminal para las masas perfectamente envilecidas: “PAREJA SE SUICIDA EN UN TAXI CON SOBREDOSIS DE BARBITURICOS MEZCLADOS CON RON”. Sebastián caminó por esa calle rodeada de jardines y árboles muy bien acicalados, entró al edificio de Soledad, y al tomar el ascensor, observó al Guardián que lo saludaba con aquel pasquín entre las manos. Cuando entró al apartamento de Soledad, ella lo recibió con unas panties palo rosa, seguro de Victoria’s Secret, y mientras besaba sus pezones también rosa, se hizo la firme promesa de no volver a adquirir nada pirateado.

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