miércoles, diciembre 13, 2006


A las cuatro de la mañana causamos un apagón para que la gente se retire; partiríamos al poco tiempo hacia el aeropuerto, Sara y Julián de camino a España, Sebastián al Norte para concluir algunos asuntos sobre el futuro negocio. Las calles lucían desnudas y apacibles, toda esa piel ajena, como caspa, yacían a esa hora en sus pequeños Mausoleos, entre sus grandezas y miserias; el sueño lo humanizaba todo, casi como la muerte, pensaba Sebastián mientras intentaba descifrar los pensamientos detrás de aquellos últimos gestos, que hacía tan solo unos instantes, había anclado a la vida a ese par de personajes que ya podría borrar de su memoria.

Las notas de la trompeta de Miles Davis interpretando Bye Bye Blackbird, trepaban por las lianas del humo verde que, en ésta ocasión, no generó protestas entre las dos mujeres pese a que las ventanas del auto estaban totalmente cerradas, lo cual Sara nos advirtió con algo de sorna, cuando faltaba muy poco para pasar el control policial al ingreso del aeropuerto. El guardia más se interesó en flirtear con Soledad que por el olor de la marimba que aun brotaba del interior.

Se despidieron brevemente, y Sebastián se dirigió a tomar su avión que partía antes que el de Sara y Julián. Ya en su asiento, se perdió entre aquella mecánica agitación en la que se encontraban involucrados los tripulantes de aquel montón de hierro; un ligero escalofrío se le instalaba en el estómago siempre cuando empezaba el despegue, no era temor, sino la particular manera de experimentar su adicción a la adrenalina al imaginar, en esos instantes en que la nave vencía la gravedad con sumo esfuerzo, que reacción tendría si el avión se precipitase a tierra en medio del desierto; él estaría quieto, seguro de que, en cualquier caso, se salvaría de la catástrofe; observaría los rostros de toda aquella humanidad intentando vanamente salvarse en medio del caos; algunos quizás, orando, pidiendo perdón por sus actos contrarios al dogma, siempre arrepintiéndose en la hora final, sin posibilidad de enmendarse.

Miró por la ventana las nubes como un gran manto albo; lo sostendrían en su caída, se preguntó, siguiendo aquel delirio controlado con el que su mente ornamentaba su molicie. A su lado, una adolescente al estilo Roxy, leía Mil grullas de Yasunari Kawabata; entonces recordó al apreciar a aquella hermosa púber, las palabras de aquel hombre, quien pensaba que los más calificados para descubrir la pura belleza eran los niños pequeños, las mujeres jóvenes y los hombres moribundos. La belleza del esteta es el Mal disfrazado de valor, retumbó aquella frase que emergió abruptamente del pozo de su memoria sin membrete y, entonces, la literatura se convirtió en pura erección. Aquel viaje culminaría el triangulo de aquella trama, se preguntó mientras se dejó llevar por el sueño.

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