jueves, enero 11, 2007


Los bocetos y planos estirados sobre aquella mesa improvisada y rustica, con la luz de aquel amanecer tan infinito de celestes y horizontes en la bahía cubierta de insomnios, le hizo sentir cierta reminiscencia de futuros; el esquema, como una escalera de caracol de tres pasos que proyectaba sus frentes sobre el sur-oeste-norte de la extensa playa y, al centro de la hélice, una piscina de cristal, cuyo fondo constituiría el techo del Bar con vista al puerto que, desde aquella distancia, sus faenas vocingleras entre grúas y barcos que arriban y se ausentan desde alguna mirada, se tornaban como lejanos abrazos. Aquellos papeles mostraban sus entrañas mesurables y dispuestas sobre cimientos de tinta; mas tarde alguna persona se situara sobre sus volúmenes, latiendo, intentando vanamente descifrar esos instantes en un paisaje simple, pero de absoluta perfección.

Midiendo; imaginando atardeceres desde cada angulo, la noche se mudo entre nosotros; hambrientos tuvimos que prender una hoguera donde se cocinaron algunos pescados y mariscos; soleados y cansados, Sebastián y Cynthia retornaron a Mancora en silencio, por la senda que rodeaba el puerto hasta el pueblo, bajo un cielo insólitamente brillante y tibio. Sebastián descubrió un ligero estremecimiento sobre la piel de Cynthia, la pequeña réplica de algún sismo interior que fundó una reacción en cadena sobre sus poros, evidenciada fugazmente por el resplandor de la luz nocturna y pretérita del universo, sobre su dorada espalda. Era seguro que Soledad ya habría llegado, pero sabía que prefería quedarse en la casa de Julián. Después de tomar una ducha vergonzosamente prolongada, llamó a Soledad.

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