martes, diciembre 11, 2007

Catarsis II


El señor topo es un ciudadano, producto de la segunda generación de emigrantes provincianos, que se afincaron en los hoy pujantes conos de la capital, poniendo la punta del pie para impedir, cual vendedores de seguros, que la puerta se cierre, para más tarde edificar prósperos negocios sin contribuir, astutamente, con su alícuota a favor del erario nacional, apadrinados, por cierto, de una clase política hambrienta de aquel caudal electoral que se gana, no con la verdad, sino con ese mutuo e implícito chantaje del: te doy para que me des, no importa de quien sea; decía astutamente, porque muy bien sabemos, quienes hemos sido modelados en una conducta de cumplimiento, que aquella puntual o coactiva contribución, más que menos fue a engordar, para no caer en la desinformación con datos inactuales, hacia las cuentas de presidentes fugados, asesores de huachafas camisas y finos relojes, envalentonados militares, ministros muy coherentes en sus discursos o, a los secretos cajones de armarios de jueces, solapas policías y toda una laya de funcionarios y pequeños pirañitas que flotaban, golosos, succionando lo que con tanto esfuerzo un grupo de “nerds” aportaba para el, eufemísticamente denominado, desarrollo nacional; pero este no era el punto, el punto era el topo como sub-producto cultural de esa realidad. Según me contó alguna vez aquel recién arribado “buen vecino” con su mueca de “pulgoso”, aquel perrito socarrón de los otrora dibujos animados, había “laborado” y jubilado después para desgracia de Sebastián, por el tiempo libre que tenía a su disposición, como empleado de la municipalidad metropolitana en aquella época en que los sufrientes habitantes de todos los distritos de la capital debían peregrinar, desde el alba, hacia sus sombrías ventanillas para cumplir con el pago del impuesto predial, arbitrios y cuanta tasa, contribución o procedimiento de pesadilla se le ocurriese crear a la autoridad edil de turno. Como era de suponer, la centralización y lo engorroso de los trámites, fomentaron la aparición de un bandidaje que pescaba al atónito contribuyente desde el último lugar, hasta aquel espacio cronométricamente calculado de la fila en donde, era seguro, llegaba uno al despacho cuando el indolente funcionario cerraba su feudo sin derecho al pataleo. De ese muy bien concebido desorden organizado, surgió una casta de burócratas de muy buen pasar, cuyo bajo sueldo constituía tan sólo una propina frente al cupo que recibía por constituir un eslabón más en esa cadena que arrastrábamos los penitentes e incautos ciudadanos.
Luego del equilibrio estratégico casi logrado por las huestes de aquel hombre, que al ser detenido sólo atinó a expresar, señalando con el dedo índice el laboratorio del terror, que lo que tenía dentro nadie se lo quitaba, el barrio quedó maltrecho e inseguro por efecto de la continua explosión de los llamados coches bomba y sujeto al éxodo creciente de sus antiguos habitantes que poblaron los nuevos barrios residenciales de Surco, La Molina, etc; aun sus lánguidos malecones y acantilados dormitaban solitarios frente al mar y las antiguas casonas más cercanas a su centro se vieron con los precios devaluados. Fue en medio de aquel trance que el topo adquirió, de una sucesión de irreconciliables y jóvenes prominentes herederos, aquella pequeña casa colindante a la de Sebastián. En un principio, como razonablemente era de esperar, el flamante propietario inició los trabajos de acondicionamiento y remodelación de su madriguera; pero pasaron los días, meses, un año, dos y más de diez años en los que aquel personaje no dejaba de martillar, taladrar, cincelar, aporrear las paredes, los pisos, los techos en función continuada y sin fiestas de guardar; en un simple cálculo, Sebastián logró llegar a la convicción que, a esa hora de la tarde en la que elaboraba mentalmente su catarsis, el topo ya habría puesto la punta del pie sobre algún apacible lotecito de la China, desde donde sus regordetes cachorros continuarían infligiendo el karma sobre algún discípulo zen, quien al ver brotar de su tierra a la familia topo con sus picos, palas, combas y taladros, meditaría en algún sabio proverbio mientras Sebastián, del otro lado, ya estaría sometido a una cura de sueño.

2 comentarios:

Margot dijo...

Una naturaleza de topo, qué miedo!! Llegará a Oceanía y pondrá sus patitas patéticas sbre su tierra?

Que cave y que deje dormir a Sebastian!!

Un abrazo por encima de suelo.

XIGGIX dijo...

Jaaa, son esas circunstancias límite que prueban a nuestros angeles y demonios que llevamos dentro
OOOMMM...
Abrazado estoy...