viernes, diciembre 07, 2007


Dejó el cuenco que le hiciera una mujer yanansa, junto aquella planta insólitamente salvaje nutrida con agua de cristales; el día se anunciaba levemente plomizo en esa hora concurrida por aves emigrantes que, con sus sólidos cantos, desplazaban el gorjeo habitual de los gorriones. En la calle, transpiraba bajo una tensión interior que lo lanzaba lejos de su contexto, como si fuera una flecha vuelta a disparar una y otra vez, desde su reciente objetivo, hacia el punto concéntrico más cercano e ineludible que dibujaba su existencia en el tiempo y el espacio; alfa y omega de una historia haciéndose en el curso continuo de la hermenéutica del lenguaje, como imagen, palabra, gesto y silencio. A su lado, dos adolescentes pasaron montadas en su bicicleta, en cuyo rostro, como páginas en blanco, se irían escribiendo sus propios interrogantes. Sentido y finalidad urdidos entre la trama de aquella red simbólica, traducidos en el humano ritual de cada fin de año y en el que, dócilmente, se dejaba atrapar, sin resistencias, en su extranjero colorido de animales, nieves y muñecos imposibles; ¿Serían tal vez esos meandros de la memoria que, desde el olvido de otros diciembres, llegaban desiertos en el abrazo de una emoción no recobrada?

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