viernes, setiembre 25, 2009


Quizás la razón de mi ánimo residía en ésta frágil primavera que aun no lograba vencer al invierno, vigente en sus noches de cielos finitos, sin estrellas y en esos días grises que volvían homogéneas, en sus contornos, toda forma posible hasta en el pensamiento o, también, el producto de una subjetividad que se había impuesto, con sus propias leyes, sobre ésta realidad que le proveía la tierra fértil para su negatividad; en una especie de psicología aristotélica, el itinerario de mis percepciones hasta el concepto, se había contaminado con esa visión parcial, aunque incontestable, de esa atmósfera viciada con la complicidad del lenguaje.
Familia, sociedad y estado lucían ante mí como fata morganas que, al paso de un viento suave, perdían toda su aparente consistencia y función; ya ni siquiera esas fugas holísticas que perpetra la mente para rescatar de la incoherencia a la consciencia domesticada, contenían esas energías utópicas necesarias para alimentar el mito de que siempre es posible una cierta alquimia para trasmutar el odio en amor, el miedo en esperanza, el temor en alegría, como lo hacen ciertos brujos que modifican su realidad al mover el punto de anclaje de sus percepciones.
Siempre simbolizó a M. como la última frontera de ese mundo que Karl Popper denominaba como bello sueño, en el que sería posible vivir una vida libre, modesta y simple; era ella como ese círculo mágico que le impedía perderse en esa otra realidad que se apoya, según Octavio Paz, en un escepticismo radical que nos hace dudar de la coherencia, consistencia y aun existencia de este mundo que vemos, oímos, olemos y tocamos; era su constancia, su persistencia confiada en éste tiempo y espacio donde su insobornable bondad me detiene, me pide pausa, paciencia mientras mi cuerpo teje nudos como hitos de esas caídas del alma.

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